Yo sufrí bullying hace ya más de 40 años
publicado por http://www.clarin.com/
La crueldad y el silencio. A veces pensamos que las nuevas tecnologías crearon las situaciones de acoso adolescente. La autora asegura que existen desde mucho antes y habla de una experiencia en la que maestros y compañeros optaban por callar en vez de ayudar.
Se dice que el bullying es algo actual, que la sociedad es, ahora, impiadosa. Mentira. Yo lo sufrí en carne propia poco más de cuarenta años atrás. Hoy me pregunto cómo viví angustiada tanto tiempo, cómo lo soporté, pero el bullying es algo de lo que uno no se puede escapar si no hay ayuda. Cuando se dan las condiciones propicias, el agresor y sus agresiones lo atrapan a uno en una red que día a día aprieta más fuerte, el mundo continúa girando fuera de la misma como si nada, pero para el agredido todo lo que está afuera de la red pasa a un segundo plano, lo importante es como poder sobrellevar la presión que nos asfixia más y más. Hace poco una periodista se preguntaba cómo era posible que un jugador de básquet de 2 metros de alto y más de 100 kilos de peso pudiera sentirse afectado por los dichos hostiles de algún compañero de equipo. Y yo le contesto desde aquí que no tiene que ver con el tamaño o con la inteligencia sino con condicionamientos psicológicos.
Una de las razones por las cuales me transformé en la víctima perfecta es que siempre fui tímida. También retraída e insegura. Ahora me doy cuenta de que la mayoría de estas cosas venían dadas por las inseguridades de mi madre quien me inculcó desde chica sus debilidades, con su carácter represivo, sus gritos, su intransigencia. Nunca una palabra de aliento, nunca una muestra de cariño. Se ocupó de mí, y muy bien, debo ser sincera, pero en lo operativo no en el afecto, y creo que esa actitud fría y agresiva me marcaron sobre todo en mi infancia y primera adolescencia. Mi padre, un pan de Dios, nunca se oponía a nada de lo que ella dijera, yo creo que para no escuchar sus gritos. Y mi vida era una continuidad de cosas que no se podían hacer por el famoso “qué dirán”.
Fui entonces pasto seco para los acosadores del colegio, pero siento que parte de la culpa fue mía, yo los dejé hacer. Creo que para que exista el bullying tienen que haber dos actores: el acosador y el acosado. Y lo que siempre me asombró, aun ahora no me lo puedo explicar, es por qué nunca nadie me defendió, me refiero a mis profesores y a mis otros compañeros, estoy segura que muchos se daban cuenta de la situación, pero nunca nadie salió en mi defensa, preferían mirar para otro lado; en ese momento no lo pensaba, ahora que lo escribo, me da bronca.
El comienzo del suplicio fue en el secundario. Los que me agredían era un grupito reducido de varones que se creían más ¿cancheros?, porque de hecho no eran los más lindos, todo lo contrario. Por eso creo que, con sus agresiones, trataban de ocultar sus propias inseguridades, sentirse más fuertes. Uno de ellos los lideraba y era quien me agredía verbalmente, los demás aprobaban cualquier cosa que dijera con sus risotadas. Con el resto de los varones me llevaba bien, dentro de mi timidez, por supuesto.
Algunos recuerdos son borrosos, la memoria es piadosa y pone barreras a lo que nos hace daño, pero recuerdo que al comienzo las burlas se referían sobre todo a mi condición de buena alumna y a las excelentes notas que yo sacaba.
“¿Estudiaste, Weisbek?”, me preguntaba mi acosador, “claro que estudiaste”, se respondía él mismo ante las risotadas y las caras burlonas de sus amigos, “estudiaste porque es lo único que hacés”. También en algunos momentos se refería al hecho de que algunas profesoras me tuvieran preferencia y daba a entender que me favorecían, cosa que no era así. Reconozco, sí, que algunas profesoras me tenían estima, pero se debía a que siempre estudiaba y me portaba bien en clase.
Con el tiempo las burlas derivaron hacia mi situación sentimental, “¿Tenés novio Weisbek?”, me decía a veces; otras, “¿vas a ir a la fiesta de tal el sábado Weisbek?”; “¿así que ayer te vieron besándote con xxxxx, Weisbek?”.
Esas preguntas no tienen nada de malo según de la forma en que se hagan, es distinto que una amiga te pregunte con ánimo de chisme: “¿Tenés novio?”, a que alguien que sabés que te odia te pregunte lo mismo pero queriendo decir “Qué vas a tener novio, si sos una tonta, una traga y nadie se va a fijar en vos”. En ese contexto me decía esas cosas, todos lo sabían, por lo que dada mi timidez y mi conducta estricta y algo pudorosa generaban sonrisas de las malas, de las crueles.
Siempre me llamó por mi apellido y las preguntas casi siempre versaban sobre mi estado sentimental que en ese momento se reducía solo a leer las novelitas de Corín Tellado y a admirar a uno que otro jugador de rugby y alguno de tenis también. Preguntas de ese estilo y algunas variantes a veces más subidas de tono que su séquito festejaba.
Los que me conocen ahora, enérgica y decidida, se preguntan, ¿perocómo no le partiste un libro por la cabeza y lo insultaste con esos insultos tan creativos que siempre decís cuando manejás y alguien hace una mala maniobra? Y yo les respondo, yo era otra Liliana, estaba encerrada en esa red que incluía el colegio, mi casa y mis miedos, y mis acosadores eran la cuerda que la tensaba día a día.
Por esa época algunas de mis compañeras comenzaron a tener novio. Yo no, por supuesto. Mi madre se encargaba de enumerarme a todos los infiernos a los que me iba a ir con solo besar a un chico. Eso hizo que mi natural timidez se incrementara. Los acosadores seguramente lo percibieron ya que aumentaron el nivel de sus agresiones.
Recuerdo que un domingo, creo que se festejaba el Día de la Primavera, en casa de una de las chicas se había hecho un asado. Después de comer, algunos se pusieron a bailar, yo me acerqué a una mesa a servirme algo para tomar, no me di cuenta, hasta que fue muy tarde de que al lado de la misma estaban mi agresor y su banda. Entonces me preguntó: “Weisbek, ¿sabés bailar?”, yo lo miré y le dije: “Sí”, entonces en medio de las risas de sus amigos replicó: “Entonces andá y bailá”, lo que quería decir es que fuera a bailar sola porque ningún chico querría bailar conmigo. Yo salí corriendo, llorando y llamé a mi padre por teléfono para que me fuera a buscar. Fue muy cruel, me cuesta escribirlo, dolió mucho.
Con el paso del tiempo, no puedo precisar en qué año, pero debió haber sido por tercer año los dardos verbales devinieron en discriminación religiosa, y comenzaron los agravios hacia mi supuesta condición de judía.
“No hablen con la judía”, decía mi acosador si veía a alguien hablando conmigo, “hay olor a judía, ah es Weisbek que está cerca”, si yo andaba por ahí. El colegio no era religioso pero todos los primeros viernes de cada mes nos formaban en el patio en la última hora para rezar. Por supuesto los que no eran católicos podían irse, y allí sí que me volvía loca porque comenzaba “Weisbek andate judía, ¿Qué haces acá?”, miraba a sus amigos y les decía, “ díganle a la judía que se vaya, no puede rezar con nosotros ”. ¿Y yo? Yo soy católica, ahora sabría qué contestarle, pero en ese momento solo bajaba la cabeza asustada y rezaba en silencio, ni siquiera podía decir que nadie merecía esa burla, sea de la religión que fuere. Y ni decir mi religión podía, además. Ahora que lo pienso, muchas veces los celadores retaban a mi acosador por hablar en esos momentos, en realidad él me estaba hablando a mí. ¿Cómo puede ser que nadie escuchara nada?, me doy cuenta de que era imposible.
Retomando el tema religioso, mis abuelos fueron alemanes del Volga y vinieron a la Argentina a principios de 1900 huyendo de las persecuciones religiosas de los bolcheviques (a ellos los persiguieron por ser católicos) se establecieron en Coronel Suárez, no pasaron ni la primera ni la segunda guerra mundial. Yo no sabía por ese entonces los sentimientos de antisemitismo que invadían el alma de algunas personas, pero lo sufrí de una forma brutal. Había en el curso otras dos chicas que sí eran judías, a una de ellas también la volvían loca, a la otra no, porque estaba en el grupo de las populares.
Yo tuve la suerte de poder romper la red que me tenía atrapada, aunque cuando leo en el diario algunos actos violentos de chicos o chicas acosados, veo que no todos pueden hacerlo. Eso me desvela.
En mi caso todo comenzó a aclararse cuando terminé la escuela secundaria, ese verano mis padres nos hicieron a mi hermano y a mí socios de un club de la zona y nos inscribimos en un curso de Náutica. Allí conocí otros chicos y chicas, quizás el hecho de compartir un objetivo común –aprender a navegar– hizo que no me mostrara tan tímida, porque me hice de amigos y amigas, nadie me agredió, nadie me discriminó. El ambiente también era más distendido, era un club, no era el colegio riguroso al que yo había ido.
Comencé a sentir que la red se iba aflojando.
A los dos meses estaba tan integrada que me animaba a hacer cosas que antes jamás se me hubiesen cruzado por la cabeza, como insultar a los de otros barcos cuando corríamos alguna regata, ¿Por qué no lo hice antes? Porque estaba atrapada en la red.
Ese verano me dejó como resultado un montón de amigos, en marzo comencé a estudiar Computación en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y un nuevo mundo se abrió ante mí, comenzaron otras obligaciones, otros compromisos, conocí mucha gente, nos reuníamos para estudiar con mis compañeros de Facultad, por supuesto que no me llevaba bien con todos, pero el bullying fue quedando sepultado en mi mente. Es increíble como un cambio de ambiente –el acoso se cambió por respeto– te modifica la vida radicalmente. Acá vuelvo a pensar que nadie en mi colegio quiso ver lo obvio y parece indispensable recalcar que si hay bullying, hay compromiso de la institución que no lo sabe frenar.
Al año siguiente empecé a trabajar en una empresa relacionada con lo que estudiaba (computación), y por veinte años trabajé en cuatro compañías, siempre en la misma área donde me destaqué. Luego el destino me llevó a desempeñarme en Comercio Exterior, he debido viajar a varias partes del mundo, conocí otras culturas, he cerrado importantes negocios y contratos internacionales.
En todos lados me trataron con amabilidad. En el medio me casé dos veces y tuve dos hijas. Aunque creo haberme liberado de la red, a veces vienen a mi memoria esos años de sufrimiento en la escuela secundaria y me pregunto cuánto mejor lo hubiese pasado si no hubiese estado atrapada. Los adolescentes a veces son crueles. Ojalá mi dolor dé una luz de alerta y sirva para que los acosadores tomen conciencia del mal que pueden hacer: las heridas infringidas –les juro– nunca cicatrizan del todo.
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