jueves, 6 de febrero de 2014

ESOS FERVOROSOS DOMINGOS DE RAMOS

DEL ESCRITOR INÉDITO HOMERO ALCIBÍADES RACETO

ESOS FERVOROSOS  DOMINGOS DE RAMOS

  
El domingo de ramos, para los creyentes cristianos, inicia la SEMANA SANTA, y es la entrada triunfal de Jesús, en la ciudad de Jerusalén, teniendo Él bien conocido, que iba directamente al patíbulo.
  
Se montó en un burrito, según cuentan los evangelistas; animal de carga, que era usado por la gente pobre y de trabajo; sus seguidores lo acompañaron con mucho regocijo, aclamándole a su paso como a su Rey, y adornando todo su paso con el agitar de ramas de olivo y palma.
  
Un Rey, que ponía los pelos (y las barbas) de punta, a los fariseos, doctores de la Ley, que esperaban otro tipo de Mesías, y para quienes, era Jesús un agitador social, no comprendiendo ninguno de los milagros realizados en sus tres años de predicación; en muchas de esas locuciones de Jesús,   se habían sentido aludidos, y les remordía la conciencia, por los puntos que el con sabiduría, siempre les ponía: su hipocresía, su fanatismo por la Ley de Moisés, su desprecio por los pobres, su soberbia, orgullo, y desprecio por todo ese pueblo humilde, que en buena fe y con sanas intenciones, lo seguía.


  
Entrada triunfal en Jerusalén, arrimándose como el Cordero inocente, al sacrificio al que debía someterse, para cumplir la palabra del Padre, y para redimir a la humanidad de sus pecados e iniquidad.
  
Quiero relatar algunas experiencias de mi niñez, tiempos por los que entonces oficiaba de monaguillo (acólito al servicio del sacerdote, en los ritos litúrgicos de la Santa Misa).
  
Épocas preconciliares, en las que el celebrante oficiaba el rito de la eucaristía (palabra que significa acción de gracias) de espaldas a los fieles, con suntuosos ornamentos, y relatando todas las oraciones en latín, salvo la homilía, que a falta de equipos de sonido, la debía hacer a viva voz, y en ese tiempo todavía, subido a un púlpito que estaba próximo a una columna, casi en la mitad de la nave central del templo.
  
Templo abarrotado de feligreses, apiñados, soportando los calores del fin de verano, sin ventiladores, y vestidos con sus mejores prendas: los hombres, con traje, pantalón y saco al tono, camisa generalmente blanca, e infaltable corbata; algunos llevaban sombreros, que respetuosamente se lo quitaban de sus cabezas, al ingresar al sagrado recinto. Las mujeres, no usaban pantalones; faldas largas, con mangas al menos hasta los codos, y cubiertas sus cabezas con una mantilla, también en señal de respeto a lo sacrosanto   del recinto en que se encontraban. Algunas usaban un abanico, para aliviar los sofocones que provocaban la temperatura y el hacinamiento del ambiente.
  
Entre los fieles asistentes, había de todo: los que no entendían absolutamente nada, ya sea por el ritual declamado en latín, o por su escasa preparación religiosa, proveniente de un catecismo que hablaba de un Dios muy lejano, vengativo, siempre enojado con los pecadores, y capaz de propinar los más crueles castigos a los que se apartaran de su camino; los más instruidos, poseyendo una fe cimentada en el conocimiento, llevaban la mejor parte en el aprovechamiento de los ritos que se ofrendaban al Señor; los ascéticos,  y otros hipócritas, usaban estas celebraciones, como una vidriera para vender  “todo lo buenos que eran”, y su siempre dedicada atención a la sociedad.
 
Pero volvamos a los monaguillos; grupo selecto de niños, escogidos con los procedimientos más discriminatorios que puedan conocerse  libreta de matrimonio religioso de los padres; asistencia de ellos a la misa dominical y en mejor grado si se sumaban a algunas de las de entre semana; conducta intachable en la escuela, demostrando ser modelos para los “vagos” y los que provenían de otras familias, que no estaban tan comprometidas con el accionar de la parroquia.
  
Nos vestían de fiesta; pollera, que llegaba a los pies, ajustada a la cintura por un elemento maleable o por un cordón; las mangas, eran de color rojo, como la pollera, y se sujetaban por encima del codo; un roquete blanco y almidonado, con puntillas y bordados, cubrían a las anteriores; y por sobre ello, una capa tipo babero, que completaba con elegancia la investidura apropiada para asistir al rito misal.
  


Como monaguillos, lo que nos gustaba, era tocar las campanillas; esto tenía lugar en el momento central de la celebración eucarística, y debíamos hacerlo con cuidado y devoción; al Hermano Rogelio, instructor de los monaguillos, y sacristán del templo, no le gustaba que lo hiciéramos con violencia, sino de una manera devota y sin estridencias. Este mismo religioso, era el que nos instruyó en el latín básico, para dar las respuestas oportunas, a las invocaciones del sacerdote.
  
Volviendo al Domingo de Ramos, se bendecían los ramos de olivo que traían en profusión los asistentes; muchas supersticiones se originaron y se practicaban  a propósito de la tenencia de esos ramos benditos, luego en los hogares; se le atribuían propiedades milagrosas, y en los días de fuertes tormentas, se quemaba alguna de las hojitas de los ramos ya marchitos, propiciando el cese del temporal.
  
La tenencia de estos ramos benditos, para el creyente leal y correcto, tenía una significación mucho más espiritual: perpetuar esa entrada gloriosa de Jesús en Jerusalén, con un significado alegórico que respondía a la conversión, a la reconciliación, concordante con dejar que invada el alma de los fervorosos, la presencia de ese Jesús, centro de la historia cristiana, inaugurando esa semana en la que se conmemoran su pasión, muerte y resurrección, en el glorioso día de la Pascua.

  HOMERO ALCIBIADES RACETO

1 comentario:

  1. A mí, me pasaba algo muy similar a lo descrito en este artículo; provenía de una familia muy católica, cursaba la escuela primaria en un instituto privado religioso, católico, apostólico, romano. Fui bautizado en esa religión del cristianismo, sin preguntarme, porque apenas tenía dos días de vida. Como me destacaba en mi conducta y cumplía con todos los requisitos, fui nominado para integrar el grupo,que sería instruido, para servir al cura en los diferentes ritos, especialmente el de la misa. Mi madre chocha por eso. Luego de la instrucción de algunos meses, fui "ordenado", en una parodia, con toda esa vestimenta descrita, estando habilitado entonces, para el oficio religioso. Mi madre me despertaba, al menos tres veces por semana, a las seis de la mañana, llueva o truene, haga intenso frío o no, porque el grupo de monaguillos teníamos turnos, asignándose tal día y una de las misas de esa jornada. llegando a lo más alto que te puede elevar esa profesión, casi se me notaba la aureola de santo sobre mi cabeza, y trajo otras consecuencias que más adelante les contaré. El tema es, que hoy, pasados muchos años de esa vivencia, soy ateo, aunque me interesa como estudioso, todo lo relacionado con las religiones.

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