lunes, 10 de marzo de 2014

MISERIA



Miserable, recoge sus caramelos, el hombre le mira con la mayor cantidad de desprecio que he visto en el mundo hasta hoy; el niño llora, la madre humillada también. Yo lloro desde mi butaca, (casi en primera fila), el escenario improvisado es el pasadizo de este bus que me trasporta cada mañana al trabajo. La obra, apenas una escena de sesenta segundos, poco más,  que luego se convierte en un golpe de realidad, brutal realidad, cruda, enfermiza quizá; mis sentidos no la toleran.La mujer arrodillada, con él niño en sus espaldas, busca hasta el último de sus caramelos; los tiene contados, le costaron quizá sus únicas monedas, tiene que sacarles el máximo provecho. 

Nadie se detiene para ayudarle, el bus tampoco para. El chófer y el cobrador enfurecidos le dicen que está estorbando el paso de los pasajeros; ella no oye, tal vez, y me pongo en su lugar, lo intento al menos, sólo oye la voz de su desesperación que la amenaza con no obtener alimentos para su bebé hoy y con no tener los mínimos recursos para obtener otra bolsa de caramelos mañana. El hombre, me parece endemoniado,  callado  la sigue mirando con el mismo desprecio implacable, quizá el mismo desprecio que siente por sí mismo. Sé que se odia, puedo verlo en sus ojos. 

“Señora permiso", "¿puede callar a su niño?” Todos le gritan. Yo lo sufro; pienso en mi madre y en sus esfuerzos por alimentarme, educarme… tengo unas monedas en mi bolsillo que  quiero darle, parece ya no interesarle; quiere a toda costa recuperar todos sus caramelos pero, están tan dispersos ya, dudo  que los pueda recuperar. El chófer no para el bus, ella se lo pide con sus lágrimas.  Es como ver llorar a mi madre; me duele en el alma, abre una herida tan profunda. 

el conductor acelera más, están compitiendo por pasajeros con otro bus; algunos caramelos llegan a caerse del bus producto de los arranques bruscos, ella sabe que los perdió para siempre. El bus se va llenando más y más. La señora no se rinde. No falta alguno que toma un caramelo y se lo guarda para sí. Quiero ayudarla a recogerlos pero ninguno cayó cerca de mí; sólo los sigo con la mirada mas no puedo decirle: “ahí están”, “hay otros por allá”,  “detrás de usted”. No encuentro su mirada, mi voz repentinamente me ha sido arrebatada. Cuando más quiero hablar, gritar, reclamar, consolar, ayudar; la voz me abandona.  Siento que todos desean arrojar a la señora con su niño del bus. Más el hombre que arrojó con un golpe la preciada bolsa de caramelos que cargaban las huesudas manos de esta madre valiente. Yo quiero cederle mi asiento para que descanse, le hace mucha falta, sin embargo a ella no creo que le interese. A cada instante suben más personas al bus, el cobrador la empuja con sus pies mientras pasa pidiendo el pasaje, el chófer a propósito acelera y frena de golpe, el hombre aquel  escupe; ella no se rinde.

 Su niño ya siente el calor de la gente, algunos lo golpean sin notarlo; nadie se sorprende y no sé por qué no me parece raro, siento que ya he visto esto antes aunque no recuerde donde. El hombre vocifera: “pordioseros asquerosos, ¿por qué no se mueren”, “¡me enferman!”. Parece un toro, un perro rabioso; una cucaracha. La escoria no es la señora con su hijo, la escoria es él. Quiero decírselo pero no puedo. “Dios, ¿Por qué nos has abandonado?”, parafraseo de algún modo a Jesús; estoy del lado de la señora aunque significa ponerse en contra de todo el mundo.

 Pasaron ya diez minutos, el bus se llenó; la señora no quiere rendirse pero no tiene otra opción. El hombre aquel pidió, exigió al conductor y al cobrador que bajen del bus a la señora, todos lo apoyaron menos yo, con mi silencio de algún modo apoyé también. Me siento culpable; hay una lucha interna en mí. Ya de pie la madre, sin la mitad de sus caramelos, se seca las lágrimas con sus manos llenas de polvo. ¡Esta tan sucia! Se siente perdida, puedo notarlo;  nadie la mira, sólo yo; parece que estuviéramos sufriendo en medio de tantos cadáveres, ella sufre más obviamente, para ella yo forma parte de los cadáveres también, esos animales que la queremos matar a golpes de desprecio, esos animales a los que ella se parece: "maldita especie la nuestra".

 Tengo la mano derecha metida en el bolsillo del pantalón donde guardo mis monedas, quiero dárselas;  tengo la mano petrificada. La miro suplicante, diciéndole “espéreme tengo algo para usted”, no me entiende; tal vez mis ojos y mi rostro y yo, ya no tenemos expresión.  Tal vez me ve cómo ve al hombre aquel. Llegamos al paradero, el cobrador toma del brazo  a la señora y la conduce hasta la puerta de “Salida”, y la empuja hacia la calle. La señora cae pesadamente de narices, el niño sobre ella. El hombre aquel se ríe; yo lloro. Sufro; pienso en mi madre. 

Suben y bajan pasajeros, todos tan calmados como si nada pasara; yo me siento tan afectado pero no puedo ver mi expresión, ni decir nada. Me temo que sea igual a todos aquellos, igual que el hombre aquel. He seguido con la mirada a la señora, ya se ha podido sentar, veo sangre en su rostro; sangre que la bebe. El bus arranca, supongo que en ese momento se cayeron del bus algunos de sus caramelos pues la vi correr e inclinarse para recoger algo; esta acción le costó la vida. No se percató del tráfico, el otro bus con el que venía compitiendo el nuestro la atropello y siguió su curso sin detenerse, tampoco este se detuvo, ni la gente de la calle, ni los autos que iban por ella. Sólo yo me detuve en el tiempo, me quede en ese lugar aunque mi cuerpo viajaba en ese bus lleno de muertos. Ese día lo pasé muriendo.

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